26 enero, 2010

HOY QUIERO HABLARLES DE SHIRLEY TEMPLE

Santiago de Chile, 25 de Enero de 2010,  dónde sea que estés cumpliendo los años

Hoy quiero hablarles de una de esa mujeres que leían “Vanidades” y que no se perdían la columna de Isabel Allende en la revista “Paula” (si la memoria no me traiciona se llamaba “Civilice a su Troglodita”). Aunque no con la frecuencia que yo hubiese deseado (supongo que debido a que era bastante más cara que las otras revistas de su tipo) de vez en cuando llegaba con la “Cosmopolitan”, que no sólo rozaba temas bastante más audaces que las andanzas de la familia real de Mónaco y las predicciones anuales de los más reputados astrólogos, sino que tenía avisos de ropa interior femenina con modelos de carne y hueso, o más bien de papel y tinta, lo cual se agradecía profundamente a la hora de apretar el botón que aseguraba la privacidad del baño.



Hoy quiero hablarles de Shirley Temple brincando sin noción de cordura entre las cosas que brotan, las que caen y las que alguien simplemente deposita para siempre y para nunca en esa suerte de firmamento trasero que había en cada caserón de provincia, prodigios arquitectónicos que ya eran viejos antes de ser construidos.



Hoy quiero hablarles de mi pequeña Shirley forzada a servirse a su oveja “Chepa” como si fuese el budín de acelgas que tan bien le quedaba a la señora que cocinaba para la familia y de cómo fue que entonces, entre el día y los días, sus dos celestes lagunas comenzaron a padecer mareas, se poblaron de botes sin remos, de alas sin pájaro y de pájaros sin cielo.



Hoy quiero hablarles de cómo la “Chepa” y su rubia cómplice mantuvieron la venganza hasta el límite de sus eternidades, con una foto donde aparecen abrazadas; una con sus motas de cirro triste; la otra con su cabello de trigo ebrio de sol. De no mediar el hecho que fue tomado antes de la fotografía en colores, sería sólo un buen retrato en colores.



Hoy quiero hablarles de una mujer que hacía correr el agua para que nadie la escuchara llorar.



Quiero hablar de una mujer y de su cama; de esa secreta y cotidiana liturgia que llamábamos “hora del amor”, que no era nada y era todo; sólo escuchar en silencio un programa de radio sobre extraterrestres, líderes espirituales abducidos por platillos voladores y las virtudes indesmentibles de uno que otro producto de la farmacopea naturista.



Hoy quiero hablarles de una mujer que un día decidió no enmudecer más la grifería del lavamanos y extirparse de una vez al mandril ilustrado y vociferante que llamaba "marido".

Quiero hablarles de una mujer que se separó en tiempos en que "separada" arrastraba bastantes más sinónimos que hoy.

Quiero hablarles de una mujer que jamás pensó en hacer  revolución alguna ni entró triunfal en ciudades recién liberadas, pero que me habló de un país donde todo pertenecía a sólo catorce familias, donde era mal visto que las empleadas domésticas usaran cubierto o calzado.



Quiero hablar de una mujer que en los días de pólvora olvidaba cerrar el portón negro que daba al callejón e instalaba un cajón o un piso en el muro colindante a la embajada de Honduras o Costa Rica, no recuerdo bien.



Quiero hablarles de una mujer y de sus dos lagunas celestes, donde tal vez otro poeta no pudo resistir las deliciosas tentaciones de la luz y, como un niño en la orilla, sin vigilancia, arrojó guijarros al agua silente para de algún modo perpetuar el trayecto obsesivo de los círculos concéntricos, uno de los juegos más hermosos a que juega la materia.

Quiero hablar de una mujer que terminó la escuela después de los cincuenta.



Quiero hablar de una mujer que a veces, en verano, me hacía salir de casa hasta cierta hora porque iba a hacer el amor con el sol, cerca de un cerro enano en cuya cima vivía un pino, aunque esto podría ser un sueño.

Quiero hablarles de una mujer que jamás me habló de sexo, pero que introdujo subrepticiamente en mi mochila unas sábanas blancas de dos plazas la primera vez que viajé la playa con mi novia.

Sólo quería hablarles de lo que quería hablarles.



Sólo quería hablarles de Shirley Temple.




18 enero, 2010

PARECE QUE OTRA VEZ NOS TOCA


Esta mañana yo quería escribir y publicar algo que ayudara a levantar el ánimo, algo sobre la imperiosa necesidad de recuperar esa imprudente inocencia que hace sólo un breve infinito nos permitió ser ridículamente dichosos y dichosas, en medio de la más absoluta precariedad existencial y material.

¿Se podrá ser más feliz que luchando por algo que se considera más importante que uno mismo?

Esta mañana, cuando se negó a acatar mis órdenes y permaneció amurrado por horas, descubrí que gran parte del universo en el que supongo existir está fundado a partir del índice de la mano derecha, algo así como el “intelectual” del lote, con su oficio de escriba y su prestigio de infatigable explorador.

Mi dedo índice es como una metáfora de mí mismo: adora recorrer abismos y cavidades (y particularmente las cavidades que son abismos); es multifuncional; tiene un carácter de los mil demonios. Además, tal como me sucede en la oficina, hace el noventa y nueve por ciento del trabajo, mientras el vecino alcanza niveles de genialidad en el arte de simular estar sumamente ocupado, sin jamás dejar rastro alguno que delate que en ese escritorio alguien alguna vez hizo algo.



Lo que yo propongo es volver a ser felices, es volver a luchar, es volver a vivir.

Nadie sabe de esto más que nosotros.

 

Parece que otra vez nos toca.

 

¡Qué bueno!